En los últimos años, la conversación sobre seguridad vial ha empezado a desplazarse, poco a poco, del terreno exclusivo de la ingeniería del tráfico y el diseño geométrico de las vías hacia otro actor menos evidente, pero igual de influyente: la luz. No solo la luz que permite ver la calzada, las señales o a los peatones, sino también la luz que el conductor “no ve”, en el sentido estricto del término, pero que su organismo procesa y que modifica sus niveles de activación, atención y fatiga.
Los datos son conocidos: la fatiga está implicada en un porcentaje significativo de los accidentes de tráfico, y se codea con el alcohol, la velocidad o la distracción como uno de los grandes factores de riesgo. La literatura científica ha explorado múltiples estrategias para mantener despierto al conductor, desde la cafeína hasta las siestas cortas o los estímulos sonoros. Sin embargo, en paralelo, ha ido creciendo un campo de investigación centrado en la luz como herramienta no farmacológica para modular el estado de alerta a través de vías no visuales.

Sabemos que determinadas longitudes de onda, especialmente en el entorno del azul, y ciertos niveles de iluminancia en el plano de los ojos, son capaces de suprimir la melatonina, elevar la activación del sistema nervioso autónomo y reducir la somnolencia, sobre todo en horario nocturno. Pero hasta ahora, la mayor parte de estos estudios se habían realizado en entornos estáticos: oficinas, hospitales, aulas, viviendas. El contexto de la conducción, con su mezcla de exigencias cognitivas, exigencia visual y exposición lumínica cambiante, seguía estando poco explorado de forma cuantitativa y con metodologías controladas.
En este marco se sitúa un estudio reciente realizado en la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Tsinghua (Beijing), que aborda de forma directa una pregunta que interesa tanto a diseñadores de iluminación como a fabricantes de automoción y responsables de infraestructuras: ¿cómo influyen distintos niveles de iluminación urbana diurna y nocturna en el estado fisiológico y psicológico de los conductores? Y, sobre todo, ¿hay un punto a partir del cual seguir incrementando la luz deja de ser útil e incluso puede volverse contraproducente?
Un estudio ha dado un paso decisivo para responder a estas cuestiones. Mediante la recreación en laboratorio de condiciones urbanas reales y el seguimiento fisiológico de los participantes durante tareas de conducción simulada, los investigadores ofrecen una visión inédita sobre los límites y oportunidades del diseño lumínico para mantener la alerta al volante.
Los resultados aportan matices fundamentales para la industria: sí, la luz influye en la alerta del conductor, pero no de manera lineal. Existe un umbral claramente identificado —alrededor de 1500 lx y 4300 K— a partir del cual no se obtienen beneficios adicionales y en algunos indicadores incluso se observa un patrón de estancamiento o ligera caída.

Un laboratorio para recrear la ciudad
Para aislar el papel de la iluminación de otros factores y reproducir de forma estable distintas condiciones urbanas, el equipo de investigación construyó en su laboratorio una gran caja de luz, un espacio de 3,15 metros de largo por 2,45 de ancho y 3,05 de alto completamente recubierto con paneles LED de alta uniformidad. Esta estructura, bautizada como “light box”, permitía ajustar con precisión tanto la iluminancia en el plano de los ojos como la temperatura de color correlacionada (CCT), de manera controlada y repetible.

En el centro de esta caja luminosa se instaló un simulador de conducción profesional, de tamaño similar al habitáculo de un vehículo real, equipado con tres pantallas frontales y todos los mandos habituales: volante, pedales, cambio de marchas, freno de mano. El software de simulación reproducía un entorno de conducción estandarizado, de forma que las únicas variables que cambiaban entre una sesión y otra eran las condiciones de luz y, por supuesto, las respuestas fisiológicas de cada participante.
A partir de medidas reales en entornos urbanos de Beijing y de simulaciones de luz diurna, los investigadores definieron cinco modos de iluminación que cubrían desde situaciones de baja exposición nocturna —del orden de 8 lux y 2600 K— hasta condiciones muy brillantes, por encima de los 3000 lux y con CCT superiores a 5000 K, equivalentes a situaciones de día muy luminoso o de fuerte exposición en entornos urbanos abiertos. Entre ambos extremos se configuraron niveles intermedios, incluyendo una condición clave: 1500 lux a 4300 K, representativa de un día urbano con abundante luz pero sin llegar a niveles extremos.

Durante las sesiones, los participantes realizaban tareas de conducción en el simulador bajo cada una de estas condiciones lumínicas. Mientras conducían, se monitorizaban en tiempo real diferentes indicadores fisiológicos: la variabilidad de la frecuencia cardiaca (HRV), que permite analizar la relación entre las ramas simpática y parasimpática del sistema nervioso autónomo; la actividad electrodérmica (EDA), vinculada a la activación del sistema nervioso simpático; y la frecuencia de parpadeo (blink rate), un marcador sensible a la fatiga y al nivel de alerta. Al finalizar cada sesión, los conductores cumplimentaban además la escala de somnolencia de Karolinska (KSS), una herramienta ampliamente empleada para captar la percepción subjetiva de sueño y cansancio.
La combinación de estos indicadores ofrecía una fotografía bastante completa del estado del conductor: por un lado, datos objetivos y continuos sobre cómo respondía el organismo a la luz mientras realizaba la tarea; por otro, una impresión subjetiva reportada por el propio participante al finalizar el tramo de conducción.

Resultados obtenidos
Los resultados del estudio muestran un patrón consistente en los tres indicadores fisiológicos. En primer lugar, la condición de baja iluminación nocturna —8 lux a 2600 K— se asocia de forma clara con una reducción del nivel de alerta. La relación LF/HF derivada de la HRV se desplaza hacia valores que indican menor activación, la actividad electrodérmica desciende y la frecuencia de parpadeo aumenta, un conjunto de señales que, en conjunto, dibuja un conductor más fatigado y menos despierto.
A medida que aumenta la iluminancia en el plano de los ojos y se incrementa la CCT, estos indicadores se mueven en la dirección opuesta: mejora la relación LF/HF, la actividad electrodérmica se sitúa en niveles propios de mayor activación y la frecuencia de parpadeo se reduce. En otras palabras, la luz —hasta cierto punto— actúa como un estímulo que ayuda al organismo a “mantenerse despierto”, especialmente relevante en situaciones de conducción nocturna o bajo condiciones de luz muy pobre.
Sin embargo, la parte más interesante del estudio aparece cuando se analizan los cambios más allá de la condición de 1500 lux y 4300 K. A partir de ese nivel de exposición, correspondiente a un valor de Circadian Stimulus (CS) en torno a 0,59, la tendencia deja de ser lineal. En algunos indicadores, como la HRV y la EDA, las mejoras se estancan; en otros casos, las condiciones más brillantes muestran incluso efectos ligeramente menos favorables que las intermedias. La frecuencia de parpadeo refuerza esta lectura: el salto de los niveles bajos a 1500 lux marca una diferencia clara, pero las condiciones aún más intensas no aportan beneficios adicionales en términos de alerta.

Este comportamiento encaja con lo que predicen los modelos no visuales como el CS: a medida que aumenta la dosis lumínica, la supresión de melatonina y los efectos de activación crecen, pero solo hasta un cierto rango. Más allá de ese umbral, el sistema tiende a saturarse y la curva se aplana. El estudio señala, además, que exposiciones excesivamente brillantes podrían empezar a introducir otros problemas, como deslumbramiento, molestia visual o procesos de adaptación que, paradójicamente, acaben reduciendo la eficacia del estímulo.
La otra pieza clave del rompecabezas es la percepción subjetiva. Los valores de la escala KSS no siguen siempre el mismo patrón que los indicadores fisiológicos. En algunos casos, los conductores reportan niveles de somnolencia que no se corresponden con lo que muestra su HRV, su EDA o su frecuencia de parpadeo. Los autores plantean una explicación plausible: durante la tarea de conducción, la demanda cognitiva y el estímulo de la luz mantienen al sistema activado, pero al finalizar la sesión y relajarse la carga de trabajo mental, el participante “toma conciencia” de la fatiga acumulada. Lo que reporta en el cuestionario es, en realidad, una mezcla entre el alivio tras la tarea y la sensación de cansancio global, no necesariamente el estado de alerta que tenía mientras conducía.
Este desacople entre lo que el cuerpo “dice” y lo que el conductor cree sentir tiene implicaciones evidentes: confiar en la autopercepción como única referencia para evaluar el estado de alerta al volante puede ser engañoso, y las estrategias de seguridad basadas solo en la sensación subjetiva de somnolencia tienen un margen de error considerable.
De la teoría a la práctica
Los resultados del estudio obligan a revisar algunas inercias en la manera de concebir tanto la iluminación de cabinas como ciertas estrategias de alumbrado exterior. El estudio señala que el diseño de la iluminación interior del vehículo debe encontrar un equilibrio entre aumentar la alerta del conductor y evitar la sobreestimulación. Exposiciones superiores a unos 1500 lx – 4300 K pueden generar deslumbramiento, adaptación visual o molestia, anulando los beneficios buscados. Por ello, la luz en el habitáculo debe controlarse cuidadosamente mediante soluciones como acristalamientos inteligentes, sistemas de sombreado adaptativo o iluminación interior regulable en espectro e intensidad.
El modelo Circadian Stimulus (CS) es útil como guía, pero el trabajo confirma que superar valores alrededor de 0,59 no mejora la alerta y, en algunos casos, incluso puede reducirla. En lugar de maximizar la estimulación circadiana, el diseño debería mantener la exposición dentro de un rango eficaz y confortable, evitando extremos que comprometan la respuesta fisiológica o el confort del conductor.
Además de los efectos no visuales, es esencial considerar la dimensión visual: la iluminación debe favorecer una buena percepción de la vía y minimizar el deslumbramiento. El equilibrio entre ambas dimensiones —visual y no visual— es clave para la seguridad.

El estudio también recuerda que no todos los conductores responden igual a la luz. La sensibilidad individual, la edad o el momento circadiano pueden alterar la eficacia de la iluminación. Por ello, los autores proponen avanzar hacia sistemas de iluminación adaptativos y personalizados, capaces de ajustar intensidad y espectro según el contexto: no es lo mismo conducir de noche por autopista que circular de día por un entorno urbano.
Estas conclusiones tienen implicaciones más amplias. En condiciones de luz diurna abundante, aumentar aún más la iluminancia interior no aporta beneficios y puede generar incomodidad; aquí la prioridad debe ser controlar reflejos y mejorar el confort visual mediante tecnologías como vidrios electrocrómicos o sombreados selectivos. En situaciones nocturnas o de baja luz, una iluminación interior moderada puede compensar la escasa exposición, siempre evitando interferencias con la visibilidad exterior.
En el ámbito del alumbrado vial, mejorar la iluminación de carreteras o áreas de descanso puede reforzar tanto la visión como la activación no visual del conductor, ofreciendo “pulsos” breves que ayudan a recuperar la alerta. No obstante, este planteamiento debe equilibrarse con la eficiencia energética y la reducción de la contaminación lumínica.
En conjunto, las recomendaciones apuntan hacia un enfoque centrado en el ser humano, donde la iluminación —tanto interior como exterior— se adapte al estado fisiológico, al contexto de conducción y a las necesidades visuales reales, con el objetivo de mejorar la seguridad y el confort sin recurrir a exposiciones excesivas o innecesarias.
Limitaciones de la investigación
Aunque el estudio ofrece información valiosa sobre cómo la iluminación afecta al estado del conductor, presenta varias limitaciones. El entorno simulado —pese al control preciso de la luz— no reproduce completamente la complejidad del tráfico real, y el propio simulador introduce restricciones técnicas que pueden afectar a la validez ecológica de los resultados. Además, solo se midieron indicadores fisiológicos y psicológicos, sin evaluar métricas directas de desempeño al volante, como tiempos de reacción o errores de conducción, lo que impide relacionar de forma precisa los cambios de alerta con la seguridad real.
Los efectos observados fueron modestos y, en muchos casos, no estadísticamente significativos, en parte por el reducido tamaño de muestra, el desequilibrio de género y la amplia variabilidad individual en sensibilidad a la luz. Tampoco se controló el momento del día o la estación, factores que influyen de manera decisiva en la respuesta circadiana. Finalmente, los autores reconocen que los mecanismos de alerta inducida por la luz —especialmente durante el día— no están completamente explicados por los modelos actuales, lo que exige investigaciones interdisciplinarias adicionales.
En conjunto, el estudio apunta líneas claras para trabajos futuros: experimentos en condiciones reales, muestras más amplias y diversas, mediciones de rendimiento de conducción y una mejor comprensión de los procesos fisiológicos que vinculan la luz con la alerta.

Puede acceder al paper completo de la investigación a través del siguiente enlace:
https://www.sciencedirect.com/science/article/pii/S2590198225003835
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Fuente de imagen de portada: Freepik*. *Imagen procedente de bancos de recursos gráficos que no pertenece a la investigación |

